La fiesta de la Palmera

Versión personal de una antigua leyenda.

Dicen que, en una isla remota del Pacífico, una comunidad ancestral rendía tributo a sus ancianos con una ceremonia tan extraña como respetuosa: trepaban una palmera y, si lograban sostenerse en lo alto, eran celebrados como sabios. Si no, se les despedía con honor, cantos y fuego sagrado. Un rito duro, sí, pero al menos sincero.
Por suerte, aquella gente nunca conoció el progreso.
Si hubieran tenido la suerte de ser “civilizados”, nuestros isleños habrían aprendido que lo verdaderamente respetuoso con los mayores es “confinarlos en residencias gestionadas por fondos de inversión”. Nada de rituales arcaicos ni comunidades unidas: mejor delegar el cuidado en profesionales del rendimiento económico. Cuidar cuesta, facturar compensa.
También habrían descubierto que la longevidad moderna no se mide en sabiduría, sino en “pastillas diarias”. Veinte, treinta, las que hagan falta. Dolor de espalda, pastilla. Tristeza, pastilla. No saber por qué uno está tomando tantas pastillas… otra pastilla. Y todo gracias a la esforzada industria farmacéutica, que, movida por su pasión por la humanidad, factura miles de millones para investigar nuevas formas de combatir el mal más temido: envejecer.
Nuestros ingenuos isleños tampoco conocían la “hipoteca inversa”, ese milagro financiero que permite al anciano vender su casa sin mudarse… a cambio de un dinero que probablemente no podrá disfrutar. Porque si lo intenta, con una simple mariscada, le sube el colesterol, y el siguiente en disfrutar el inmueble será el banco.
Pero eso sí, en nuestra civilización, el anciano puede viajar. ¡Ah, la libertad! Benidorm, Matalascañas, Archena… Todo pagado (por él), en grupos organizados que prometen paraíso, spa y pensión completa. Nunca se es demasiado viejo para llenar una tarjeta de embarque, aunque a veces se olvide dónde está la puerta de embarque.
Y cuando llega la temporada electoral, la política se vuelve repentinamente gerontófila. “Un viejo, un voto”, recuerda el asesor de turno. Y entonces “resurgen las promesas recicladas”: residencias dignas, pensiones justas, dentaduras felices. Qué importa que sean las mismas promesas de hace ocho años. Si total, muchos votantes no recuerdan qué se les prometió hace cuatro.
En aquella isla olvidada no necesitaban nada de eso. Ni teléfonos para hacer videollamadas con los nietos: los tenían jugando al lado. Ni cerraduras inteligentes para protegerse de okupas: nadie entraba donde todos compartían. Ni apps de salud para recordar las citas médicas: vivían sabiendo que la salud no era un recordatorio, sino un estado frágil y precioso.
Dicen que eran primitivos. Yo me pregunto si no eran simplemente más lúcidos.
Porque a veces, cuando la modernidad nos inunda de soluciones, lo que realmente nos falta… es una buena palmera.

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